Desconfianza y calidad de la educación

Las ‘capacidades’ de hecho, en un sistema educativo, son múltiples y diversas e involucran a distintos actores, perfiles y roles. Por ejemplo, un sistema educativo requiere capacidad de administración contractual de trabajadores, capacidad de gestión financiera, y capacidad de atención de servicios de higiene y limpieza, entre muchas otras.

Creemos que no importa cuál sea la capacidad de la que se trate, cualquiera y todas ellas, en la medida que contribuyen a la dinámica de operación del sistema, contribuye también con los procesos educativos, en un sentido amplio.

¿Cuáles son las ‘capacidades’ efectivas y efectivamente instaladas en nuestro sistema educativo? ¿Qué instrumentos o procedimientos permiten ponderar o evaluar tales capacidades?

Al preguntar por las capacidades, no solo esperamos una respuesta descriptiva, indicando el número y los tipos de ‘saber’ cuyo dominio se demuestra en el sistema, sino una calificación adicional sobre el grado de implementación y efectividad del ejercicio de esos saberes. En este sentido, la pregunta por los instrumentos intenta operacionalizar la búsqueda de una respuesta a la pregunta por las capacidades. Pero, notablemente, estas preguntas – como cualquiera que se formula en o sobre el campo educativo- no son neutrales o ideológicamente asépticas. ¿Pueden las capacidades ser individualizadas y especificadas? ¿Bajo qué condiciones se dice que el ejercicio de una capacidad es efectiva? ¿Cómo difieren las condiciones de efectividad entre distintas capacidades? ¿Qué significa que una capacidad esté ‘instalada’ en el sistema educativo? ¿Bajo qué condiciones son evaluables las capacidades? ¿Hay unas capacidades más importantes que otras en relación con el desarrollo de los procesos educativos? ¿Hay capacidades prescindibles?

Lamentablemente, el que estas preguntas puedan ser respondidas depende de nuestra disposición a atomizar los procesos educativos. Por ejemplo, solo si aceptamos la distinción entre “capacidad de liderazgo pedagógico” y “capacidad de trabajo en equipo” (o “capacidad de liderazgo participativo”) es factible introducir indicadores instrumentales que den cuenta del nivel de desarrollo de esas capacidades en la gestión de un(a) Director(a); no obstante, ¿tiene sentido esa distinción? Creemos que tiene sentido si y solo si suponemos que tales cualidades pueden ser en alguna medida controladas, intervenidas e, incluso, desarrolladas. Pero este modo de proceder, analítico y atomizador, niega la posible existencia de un saber particularísimo, un saber propiamente pedagógico asociado al modo de liderar una organización educativa; es decir, la parcelación de las capacidades (o ‘saberes’, en un sentido amplio) anula la expresión de un ‘saber profesional’ específicamente pedagógico. En el ámbito de la docencia no-directiva, la parcelación de los saberes anula la expresión del saber docente en propiedad: porque planificación, implementación, evaluación, retroalimentación, reflexión sobre la práctica son componentes imbricados en un único proceso de carácter sistémico, el proceso pedagógico.

No obstante lo anterior, justamente porque un enfoque holístico de la pedagogía no es controlable, el sesgo tecnocrático que organiza el sistema educativo entiende el campo pedagógico como integrado por un conjunto de saberes parciales, los cuales contribuyen – cada uno desde su propia perspectiva epistemológica- para alcanzar los fines educativos. Las razones de dicho sesgo son complejas y profundas, pues tocan a la discusión sobre la naturaleza misma del conocimiento pedagógico y su tensión permanente con el estatus de la ciencia y el de los saberes técnicos. Lamentablemente, aunque la discusión conceptual no esté resuelta, la tensión epistemológica está decidida de facto: el saber pedagógico no tiene estatus de conocimiento válido o, dicho de otro modo, el saber pedagógico no es en absoluto un saber.

Sostenemos que la motivación central de esta negación de la pedagogía es una sola: la desconfianza del saber experto (o científico) en el saber pedagógico de los sujetos de la educación. En el campo educativo, esta desconfianza explica los mecanismos de incentivo, sanción y control; también explica los apoyos técnicos ajenos a las unidades educativas. En breve: la desconfianza en los profesores es el germen de su desprofesionalización.

Curiosamente, adoptando momentáneamente una posición contraria a la tesis anterior alcanzamos una pregunta paradójica que puede validar la misma tesis. Por ejemplo, bajo el supuesto de que el proceso oficial de evaluación docente da cuenta de las capacidades del sistema, se puede informar al ‘aparato tecnocrático de control’ el nivel de desarrollo de dichas capacidades. ¿Qué instrumento del proceso provee esa información: la autoevaluación, la evaluación de pares, la evaluación de terceros, el portafolio, o todos ellos? Aceptemos, por ejemplo, el mayor índice de los cuatro, el de la autoevaluación. O aceptemos el menor índice, el del portafolio, como el resultado más representativo de las capacidades docentes efectivamente instaladas. O aceptemos, mejor, el cómputo oficial, que pondera los cuatro componentes. En cualquier caso, ¿qué capacidad agrega al sistema la tecnocracia del control, a partir de esa medición? La respuesta es única: ninguna.

En breve, el instrumento en cuestión no evalúa un saber pedagógico, sino un conjunto de saberes parciales, cuya composición resulta arbitraria. Y sus conclusiones se usan solo para justificar la desconfianza.

Este ejemplo da cuenta de un círculo vicioso parecido al de la desesperanza aprendida: no confío en tus capacidades; por esto, busco controlarte, desvalorizando aun más tus capacidades; como me controlan y debo rendir cuentas, no valoro mis capacidades; como no demuestras capacidades no confío en ti; etc.

La justa valoración social y la profesionalización de la labor docente requieren que se siga un camino exactamente opuesto: las capacidades del sistema son las que son y pertenecen al dominio del saber pedagógico, al cual la tecnocracia de control no agrega nada, salvo desprofesionalización y alienación.

En esto debemos ser enfáticos: confiar en los profesores, para que ellos sean el centro del sistema educativo y de cualquier proceso de reforma, significa confiar en sus capacidades actuales; revalorizar la función docente significa reconocer y valorar el saber pedagógico como un tipo de conocimiento genuino y propio de la profesión docente.

¿Y qué relación tiene la desconfianza con la calidad de la educación?

En general, la expresión “calidad de la educación” se usa para interpretar juicios de valor sobre el funcionamiento o la dinámica de un servicio de educación. Dependiendo del contexto, tales juicios pueden referirse a distintos niveles del sistema educativo: pueden ser juicios respecto del sistema en su conjunto, o bien, de subsistemas, o de unidades educativas, o de prácticas de sujetos en particular.

Lamentablemente, la concepción más frecuente asociada a “calidad de la educación” está anclada en un paradigma eficientista que reduce los procesos educativos a  ‘resultados educativos’, de modo que una educación de alta calidad es aquella que demuestra buenos resultados educativos. Se trata de un concepto instrumental, muy adecuado para la tecnocracia de control, pero sin significado desde el punto de vista del saber pedagógico. Visto así, se trata del corazón conceptual de la aniquilación de la pedagogía.

Al contrario, pedagógicamente, basta preguntar de qué resultados se trata, o cuáles son los resultados que están en juego, para dimensionar la magnitud de la reducción operada bajo el concepto de calidad y para desmantelar esa operación. ¿Resultados esperados de acuerdo con qué marco u orientación? ¿Resultados para quién? ¿Resultados para qué? ¿Son pertinentes los resultados motivacionales, emocionales o relacionales? ¿Cuáles son los resultados relevantes? ¿Por qué? Todas estas son preguntas eminentemente pedagógicas, ocultas detrás de los juicios sobre la calidad de la educación.

Entonces, por la desconfianza, se justifica, una vez más, la necesidad de emitir juicios sobre la ‘calidad’ del sistema, para propiciar los complementos técnicos externos y los controles adecuados que deben regular y mejorar (parceladamente) las capacidades instaladas o, peor aún, los resultados educativos obtenidos.

Lo anterior no significa que no podamos hablar de la ‘calidad de la educación’. Por cierto, sería mejor reemplazar una noción tan comprometida con una visión reduccionista, pero lo sustantivo es evitar la reducción de los procesos educativos a unos cuantos índices de resultados, en vez de suprimir los juicios sobre su valor, su pertinencia y/o su efectividad. Es más, desde una perspectiva pedagógica, los juicios sobre el valor, la pertinencia y/o la efectividad de los procesos educativos deben complejizarse y enriquecerse, respondiendo todas y cada una de las preguntas de fondo que plantea la docencia frente a cada estudiante y frente a cada curso, ya sea a nivel del aula, de la escuela, de la red educativa, o del sistema educativo en su conjunto. Esto solo será posible si los sujetos de la educación logran pedagogizar las discusiones sobre ‘calidad’.

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